domingo, 9 de noviembre de 2008

España, octava potencia económica del mundo

Salió de casa como cada mañana bien arreglada para dar un pequeño paseo y comprar lo imprescindible para la comida de ese día. A sus ochenta y un años caminaba todavía erguida y sin renunciar por completo a los tacones en sus zapatos. La vejez, pensaba, no está reñida con la elegancia, aunque en su caso sí parecía estarlo con el dinero y por eso el abrigo que llevaba estaba mucho más gastado de lo que le gustaría.

Daría un corto paseo por el parque del barrio aprovechando que a esas horas estaría lleno de viejos, huía siempre de eufemismos para referirse a las personas de sus edad, y por tanto sin los peligros que para ella suponían los chicos con sus juegos, sus balones y sus bicicletas.
Antes de salir de casa había contado el dinero que le quedaba para terminar el mes, aunque no era necesario, porque ya lo había hecho la noche anterior. Había vuelto a dividir la cantidad entre los días que faltaban y volvió a preguntarse cómo se las arreglaría para comer cada día con esa cantidad.

Sabía que los últimos días tendría que retrasar la comida hasta casi la hora de la cena, acostarse temprano sin esta última comida e intentar dormir con la única ayuda del transistor, si las pilas aguantaban, porque no podía incrementar más la factura de la luz poniendo la televisión más de dos o tres horas al día, algo que, en invierno, reservaba para las largas y tediosas tardes.

De regreso a casa entraría al supermercado y compraría algo más de la que podía permitirse, si tenía suerte, en la caja estaría aquella chica tan joven y callada que siempre, siempre, se olvidaba de cobrarle algún artículo. Ella sentía cada vez una gran vergüenza y le habría gustado decirle cuánto le agradecía ese gesto callado y sencillo, pero ni ella se atrevía, ni la chica le daba la oportunidad, pues apenas levantaba los ojos cuando le entregaba el ticket con el cambio y ya enseguida estaba pasando los artículos de la siguiente persona o se escabullía a seguir colocando productos en el interior de la tienda.

Antes de regresar a casa entraría en la iglesia, rezaría por aquella chica que la ayudaba calladamente y agradecería a Dios que la hubiese puesto en aquel lugar para echarle una mano, aunque en ocasiones le reprochaba que era lo menos que podía hacer ya que se había empeñado en llevarse con Él a su marido hacía más de treinta años y después quiso que su hijo encontrara trabajo muy lejos de allí y tuviese una frágil memoria que le había hecho olvidarse de ella hacía ya mucho tiempo.

Entró en el portal, subió lentamente las escaleras hasta el segundo piso y entró en su casa. Dejó la compra en la cocina y fue a sentarse a la pequeña y apenas amueblada salita. Los muebles habían sido los primeros en saber de sus dificultades con el dinero. Sin quitarse el abrigo, porque la temperatura de la casa no recomendaba tantas comodidades, se sentó al lado de la ventana para ojear el periódico gratuito sin tener que encender la bombilla que colgaba tristemente del techo.

Lo desdobló con cuidado y leyó la portada que, a toda página, proclamaba "España, octava economía del mundo, estará en la conferencia mundial".
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó caer el periódico descuidadamente a su lado.

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