martes, 13 de enero de 2009

Gaza

Desde que se inició la ofensiva, ataque o como quiera llamarse, israelí contra Gaza observo cómo, al igual que ante cualquier otro hecho, de la naturaleza que sea, rápidamente se forman dos bandos a favor de unos y en contra de otros. Forman estas personas dos conjuntos disjuntos que aparecen siempre enfrentados sea cual sea el conflicto, debate, propuesta, programa, acto del gobierno o de la oposición.
Me llama mucho la atención cómo casi ninguna persona de uno de esos grupos puede estar en el otro cuando de otro hecho distinto se trata.
La situación es esperpéntica en muchos casos, y, si no fuera dramática, tantas veces, podría ser hasta divertida.
Una de las grandes virtudes de cualquiera de esos dos grupo es saber reconocer de inmediato de qué lado está la verdad, la razón y la justicia. Algo que a mí me deja literalmente boquiabierto. Problemas morales, humanos e incluso científicos discutidos durante siglos no les sugieren a estas personas la más mínima duda.
La situación que se está viviendo en Palestina es terrible y yo soy incapaz de saber quién tiene la razón y a pesar de las manifestaciones a favor y en contra o en contra y a favor, me inclino a pensar que a estas alturas del conflicto ya nadie tiene razón. Ha habido demasiados gobiernos de Israel empeñados en dinamitar la paz y en resolver el problema acabando con los palestinos. Ha habido demasiados dirigentes palestinos empeñados en bombardear cualquier intento de paz y en resolver el problema expulsando a los israelíes.
Como dice la famosa cita “en una guerra la primera víctima es la verdad” y esta guerra comenzó hace suficientes años como para que haya dado tiempo a que la verdad haya muerte varias veces.
No me preocupan Israel, ni Palestina. Me preocupan los palestinos y los israelíes que viven allí y que sufren el odio y la violencia, que son víctimas de ese odio y de esa violencia, porque han muerto, porque han perdido a un ser querido, porque han sido heridos o han visto destruida su casa o porque, sin haber sufrido nada de eso, ellos también han llegado a odiar y a usar la violencia o a defender su uso contra los otros.
Me preocupan las personas que viven allí y a las que tanto odio y tanta violencia les impide ver a su vecino como una persona si no lleva una etiqueta que lo identifique como uno de los suyos: israelí, judío, palestino, musulmán... La etiqueta decide si esa persona es de fiar, si es buena o mala, si puede vivir entre ellos.
Quiero ponerme en el lugar de una persona cualquiera que viva allí, un mecánico de coches, un fontanero, un panadero o un electricista; un maestro de escuela, un profesor de universidad, una madre, un padre, un abuelo o una abuela. Personas normales y corrientes que en cualquier otro lugar tendrían nuestras preocupaciones rutinarias, o no tanto, de una vida normal y que, por el hecho de vivir allí, les han negado esa normalidad. Algunos ya ni siquiera querrán la paz y habrán llegado a la conclusión de que sólo pueden sobrevivir si terminan con el enemigo.
Nadie debería salir a la calle a favor de unos o de otros. Nadie debería gritar consignas contra nadie. Nada que no sea la exigencia de la paz definitiva, del diálogo ininterrumpido hasta que se consiga la paz valdrá para nada ni ayudará a las personas que allí viven. Nada que no sea la condena sin paliativos de cualquier hecho violento les ayudará a construir un camino que les conduzca a alguna parte que no sea la destrucción y el odio.
El movimiento de todos esos manifestantes a favor de unos u otros debe convertirse en un grito único por la paz. Todo lo demás sólo sirve para aumentar el odio y la violencia que ya anida en exceso en los corazones de demasiada gente.
Es imprescindible construir la paz.

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