Se despertó aterido de frío. Los cartones y la ropa raída habían perdido la batalla contra el frío de aquella noche de Reyes en aquel pasadizo que apestaba a orines.
La tarde anterior había estado contemplando la cabalgata y recordando cómo disfrutaban sus hijos en esas ocasiones. No era capaz de recordar cuántos años había ido a verla con ellos y su mujer y no quería recordar cuántos años hacía que no los veía. Podría hacerlo, podría decir exactamente cuántos años, meses, semanas, días, minutos y segundos llevaba sin ellos, sin nadie.
Los gritos de los niños le habían recordado a los suyos ilusionados viendo aquel desfile maravilloso, preludio de la mañana en la que descubrirían si les habían dejado todo lo que habían pedido.
Si era emocionante observarlos nerviosos y excitados en la cabalgata, era aún mejor verlos asombrados, incrédulos y emocionados ante los regalos colocados bajo el árbol.
Pero un año todo se vino abajo de repente. Su empresa se declaró en quiebra y él se quedó sin trabajo. Los ahorros y el paro permitieron ir tirando unos meses, pero no fueron suficientes para impedir que su matrimonio se agrietara hasta llegar a la ruina total. Su mujer le quitó lo único que le quedaba, el amor de sus hijos y, aún no era capaz de explicarse cómo lo hizo, pero durante el proceso de divorcio consiguió mostrarlo como un hombre peligroso para sus hijos. Así que el juez creyó conveniente que los viera sólo una vez al mes y en un punto de encuentros en el que nunca podría estar a solas con ellos.
Esa situación duró apenas un año, hasta que la madre y los niños se trasladaron a Madrid y ya no pudo volver a verlos. Los siguió hasta allí, pero sin dinero y sin trabajo le resultó imposible localizarlos y pronto se convenció de que era mejor no hacerlo. ¿Qué podría ofrecerles? Era un mendigo que comenzaba a ser devorado por la gran ciudad.
Cuando terminó la cabalgata, se acercó al albergue donde sólo pudieron darle un bocadillo porque era ya tarde y no había sitio para pasar la noche. Entró en un supermercado, compró dos litros de vino que ayudarían al sueño a vencer el frío de la noche y la dureza del suelo y se encaminó hacia el pasadizo que le protegería del relente de la noche y le robaría otro trozo de la escasa autoestima que le quedaba.
Terminado el bocadillo, todavía tardó unos minutos en dormirse mientras daba cuenta del vino que le queda, con su cabeza ya empañada por las brumas del alcohol. Antes de dormirse pensó que su mejor regalo de Reyes sería un buen baño y una cama limpia y caliente.
Terminó de despertarlo un pequeño revuelo a su alrededor, varias personas hablaban sin que él pudiera entederles, pero sí pudo ver que algunas tenían uniforme de policía y que al fondo aparecían dos personas con una camilla. El pasadizo era iluminado a ratos por una luz amarilla que pronto descubrió que pertenecía a las luces de la ambulancia en la que estaban metiendo la camilla en la que le habían acomodado sin que pudiera siquiera protestar.
La tarde anterior había estado contemplando la cabalgata y recordando cómo disfrutaban sus hijos en esas ocasiones. No era capaz de recordar cuántos años había ido a verla con ellos y su mujer y no quería recordar cuántos años hacía que no los veía. Podría hacerlo, podría decir exactamente cuántos años, meses, semanas, días, minutos y segundos llevaba sin ellos, sin nadie.
Los gritos de los niños le habían recordado a los suyos ilusionados viendo aquel desfile maravilloso, preludio de la mañana en la que descubrirían si les habían dejado todo lo que habían pedido.
Si era emocionante observarlos nerviosos y excitados en la cabalgata, era aún mejor verlos asombrados, incrédulos y emocionados ante los regalos colocados bajo el árbol.
Pero un año todo se vino abajo de repente. Su empresa se declaró en quiebra y él se quedó sin trabajo. Los ahorros y el paro permitieron ir tirando unos meses, pero no fueron suficientes para impedir que su matrimonio se agrietara hasta llegar a la ruina total. Su mujer le quitó lo único que le quedaba, el amor de sus hijos y, aún no era capaz de explicarse cómo lo hizo, pero durante el proceso de divorcio consiguió mostrarlo como un hombre peligroso para sus hijos. Así que el juez creyó conveniente que los viera sólo una vez al mes y en un punto de encuentros en el que nunca podría estar a solas con ellos.
Esa situación duró apenas un año, hasta que la madre y los niños se trasladaron a Madrid y ya no pudo volver a verlos. Los siguió hasta allí, pero sin dinero y sin trabajo le resultó imposible localizarlos y pronto se convenció de que era mejor no hacerlo. ¿Qué podría ofrecerles? Era un mendigo que comenzaba a ser devorado por la gran ciudad.
Cuando terminó la cabalgata, se acercó al albergue donde sólo pudieron darle un bocadillo porque era ya tarde y no había sitio para pasar la noche. Entró en un supermercado, compró dos litros de vino que ayudarían al sueño a vencer el frío de la noche y la dureza del suelo y se encaminó hacia el pasadizo que le protegería del relente de la noche y le robaría otro trozo de la escasa autoestima que le quedaba.
Terminado el bocadillo, todavía tardó unos minutos en dormirse mientras daba cuenta del vino que le queda, con su cabeza ya empañada por las brumas del alcohol. Antes de dormirse pensó que su mejor regalo de Reyes sería un buen baño y una cama limpia y caliente.
Terminó de despertarlo un pequeño revuelo a su alrededor, varias personas hablaban sin que él pudiera entederles, pero sí pudo ver que algunas tenían uniforme de policía y que al fondo aparecían dos personas con una camilla. El pasadizo era iluminado a ratos por una luz amarilla que pronto descubrió que pertenecía a las luces de la ambulancia en la que estaban metiendo la camilla en la que le habían acomodado sin que pudiera siquiera protestar.
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