Le estuve dando muchas vuelta sin saber cómo expresar lo que sentía y, finalmente, he decidido que no vale la pena hacer muchos circunloquios. Así que lo diré llanamente.
Me avergüenza vivir en un país, en una Unión Europea, en una sociedad occidental y capitalista en la que se aplaude la decisión de destinar miles de millones para ayudar a los bancos, donde se bajan los impuestos a las empresas, donde se destinan muchos cientos de millones a sindicatos, patronal y partidos políticos, que destina miles de millones a subvencionar las asociaciones y los proyectos más estrafalarios y peregrinos que se pueda imaginar. Me avergüenza, en fin, vivir en un país que derrocha el dinero a manos llenas y no puede destinar cuatrocientos Euros mensuales a los trabajadores en paro que no perciben ninguna prestación o que congela las pensiones.
El sistema capitalista se va quitando poco a poco la careta. La sociedad de libre mercado que, nos decían, era superior moralmente y económicamente a los regímenes del llamado socialismo real; que, al contrario que éstos, creaba riqueza en lugar de miseria, parece haberse hartado de tanto disimulo y ha decidido, al fin, enseñar su auténtico rostro: el de la codicia insaciable, el de la ambición sin escrúpulo ni medida. Todos somos sacrificables: los trabajadores, los ancianos, los niños. Nadie vale nada si no puede pagar impuestos, si no puede pagar una hipoteca, si no puede, en fin, ser útil para el enriquecimiento de los que ya son asquerosamente ricos.
Mientras tanto, nuestros gobernantes toman medidas cada vez más drásticas desesperados ante una situación que no controlan y que, seguramente, tampoco entienden. Es posible que esas medidas sean exigidas por los mercados, es posible; pero espero que un buen día esos mercados no nos exijan el alma porque, llegado ese momento, no sé qué vamos a darles.
Me avergüenza vivir en un país, en una Unión Europea, en una sociedad occidental y capitalista en la que se aplaude la decisión de destinar miles de millones para ayudar a los bancos, donde se bajan los impuestos a las empresas, donde se destinan muchos cientos de millones a sindicatos, patronal y partidos políticos, que destina miles de millones a subvencionar las asociaciones y los proyectos más estrafalarios y peregrinos que se pueda imaginar. Me avergüenza, en fin, vivir en un país que derrocha el dinero a manos llenas y no puede destinar cuatrocientos Euros mensuales a los trabajadores en paro que no perciben ninguna prestación o que congela las pensiones.
El sistema capitalista se va quitando poco a poco la careta. La sociedad de libre mercado que, nos decían, era superior moralmente y económicamente a los regímenes del llamado socialismo real; que, al contrario que éstos, creaba riqueza en lugar de miseria, parece haberse hartado de tanto disimulo y ha decidido, al fin, enseñar su auténtico rostro: el de la codicia insaciable, el de la ambición sin escrúpulo ni medida. Todos somos sacrificables: los trabajadores, los ancianos, los niños. Nadie vale nada si no puede pagar impuestos, si no puede pagar una hipoteca, si no puede, en fin, ser útil para el enriquecimiento de los que ya son asquerosamente ricos.
Mientras tanto, nuestros gobernantes toman medidas cada vez más drásticas desesperados ante una situación que no controlan y que, seguramente, tampoco entienden. Es posible que esas medidas sean exigidas por los mercados, es posible; pero espero que un buen día esos mercados no nos exijan el alma porque, llegado ese momento, no sé qué vamos a darles.
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