España saldrá de la crisis tarde y muy lentamente, a remolque de las demás economías europeas. La razón es clara. Nuestra clase política está entregada desde hace años al cálculo electoral y no tomará ninguna medida, ni ninguna posición que crea que les va a restar votos o que le impedirá sumarlos.
El gobierno empezó negando la crisis, después, cuando ya no podía seguir haciéndolo, se limitó a decir que el origen de la misma estaba en EEUU y que la economía española resistiría mejor que ninguna. Ahora, cuando todo eso se ha demostrado falso, cuando estamos sumidos en lo más profundo de la crisis y nuestra economía se ha deteriorado con más rapidez que ninguna otra de nuestro entorno, y seguimos en recesión cuando otros países empiezan a dar síntomas de recuperación, nuestro presidente dice que no estamos peor que hace seis meses, lo que es una afirmación modesta para su contumaz propósito de seguir restando importancia a la crisis, pero que sigue siendo completamente falsa y una burla para los miles de personas que en esos seis meses han perdido su empleo y han visto empeorar sustancialmente su situación económica. Y para contrarrestar las malas noticias y las críticas a su política económica recurre a la teoría de la conspiración contra nuestro país, al más puro estilo de las dictaduras o de los gobiernos populistas, dirigiendo las iras de los ciudadanos hacia el enemigo exterior. En definitiva, su estrategia es aguantar como sea , evitar tomar medidas que puedan ser impopulares y restar votos y confiar en que la mejora de las economías de los demás países tire de la nuestra de manera que la leve mejoría que pueda experimentar, al final de la legislatura, se pueda presentar como un éxito de la política económica del gobierno.
La oposición, el PP, para ser más exactos, ya que es el partido que estaría llamado a ser alternativa, debería ofrecer al gobierno un pacto para favorecer la toma de las medidas que nos ayuden a salir de la crisis o, si cree que no es posible alcanzar ningún pacto con Zapatero, debería presentar una moción de censura que, aunque no tuviera los apoyos necesarios para ganarla, le permitiría presentar en el Congreso y al país su programa económico para salir de la crisis. Pero tampoco hace nada porque espera que la situación continúe deteriorándose hasta que o se hagan insoportable para el gobierno y le obligue a adelantar las elecciones o llegue al final de la legislatura completamente desgastado y sin ninguna posibilidad de ganar.
Las dos posiciones, del gobierno y la oposición, suponen un perjuicio para el país cuya dimensión es difícil de predecir en estos momentos, pero que, descartando las previsiones más pesimistas, como podría ser la quiebra de nuestra economía, supondrá un atraso de varios decenios en nuestro desarrollo y un importante deterioro de lo que llamamos estado de bienestar, sobre todo en lo relativo a pensiones y sanidad.
Las medidas que se deben tomar son impopulares, pero inaplazables y con pocas alternativas si se quiere mantener la protección social, el sistema público de pensiones y la sanidad pública. Una disminución del gasto mucho más allá de las medidas poco más que cosméticas adoptadas hasta ahora y un aumento de los ingresos que permita disminuir el déficit.
¿Cómo? La disminución del gasto es claro por dónde debe atacarse: menos funcionarios, reducción de la administración, sobre todo de las autonomías, que se han convertido en gastadores voraces, recuperación de competencias para la administración central, para poder aplicar las medidas de ahorro y para conseguir sinergias y economías de escala en las compras y dotaciones. Y, como no, repasar, detalladamente todos los capítulos de subvenciones y gastos de los que se puede y debe prescindir o disminuir sensiblemente. Y por último, eliminar todos los privilegios que se han ido consolidando en estos años de democracia y que no nos podemos permitir.
El aumento de ingresos no puede venir de otro lado que del aumento de la recaudación fiscal, que no sólo debe suponer la subida de impuestos, que también, sino que debe provenir de una lucha decidida contra el fraude fiscal y la economía sumergida, por un lado y, por otro, en el establecimiento de unas escalas que penalicen decididamente los ingresos atípicos de los altos directivos vía planes de pensiones, stocks options, bonos por beneficios, indemnizaciones por cese o dotaciones para la jubilación. Todas éstas medidas tendrían un efecto higiénico, por un lado, y ejemplificador ante la sociedad. A nadie debería escandalizar que se penalice con un impuesto del, por ejemplo, 75% los ingresos de un directivo al que se le abonan varias decenas de millones de Euros por cese o porque el Consejo de la empresa se ha asegurado una jubilación dorada para sus miembros.
Muchas de estas medidas tendrán que adoptarse igualmente, pero al no hacerlas a tiempo tendrán que ser más drásticas y serán menos eficaces.
Los ciudadanos podríamos hacer algo cuando nos llamen a las urnas dando un castigo ejemplar a los dos partidos mayoritarios votando a otras fuerzas políticas, pero en una sociedad políticamente atrasada o inmadura en la que un gran porcentaje de votantes vota por ideología, sin valorar las actuaciones de los partidos, esa situación es inimaginable.
Las dos posiciones, del gobierno y la oposición, suponen un perjuicio para el país cuya dimensión es difícil de predecir en estos momentos, pero que, descartando las previsiones más pesimistas, como podría ser la quiebra de nuestra economía, supondrá un atraso de varios decenios en nuestro desarrollo y un importante deterioro de lo que llamamos estado de bienestar, sobre todo en lo relativo a pensiones y sanidad.
Las medidas que se deben tomar son impopulares, pero inaplazables y con pocas alternativas si se quiere mantener la protección social, el sistema público de pensiones y la sanidad pública. Una disminución del gasto mucho más allá de las medidas poco más que cosméticas adoptadas hasta ahora y un aumento de los ingresos que permita disminuir el déficit.
¿Cómo? La disminución del gasto es claro por dónde debe atacarse: menos funcionarios, reducción de la administración, sobre todo de las autonomías, que se han convertido en gastadores voraces, recuperación de competencias para la administración central, para poder aplicar las medidas de ahorro y para conseguir sinergias y economías de escala en las compras y dotaciones. Y, como no, repasar, detalladamente todos los capítulos de subvenciones y gastos de los que se puede y debe prescindir o disminuir sensiblemente. Y por último, eliminar todos los privilegios que se han ido consolidando en estos años de democracia y que no nos podemos permitir.
El aumento de ingresos no puede venir de otro lado que del aumento de la recaudación fiscal, que no sólo debe suponer la subida de impuestos, que también, sino que debe provenir de una lucha decidida contra el fraude fiscal y la economía sumergida, por un lado y, por otro, en el establecimiento de unas escalas que penalicen decididamente los ingresos atípicos de los altos directivos vía planes de pensiones, stocks options, bonos por beneficios, indemnizaciones por cese o dotaciones para la jubilación. Todas éstas medidas tendrían un efecto higiénico, por un lado, y ejemplificador ante la sociedad. A nadie debería escandalizar que se penalice con un impuesto del, por ejemplo, 75% los ingresos de un directivo al que se le abonan varias decenas de millones de Euros por cese o porque el Consejo de la empresa se ha asegurado una jubilación dorada para sus miembros.
Muchas de estas medidas tendrán que adoptarse igualmente, pero al no hacerlas a tiempo tendrán que ser más drásticas y serán menos eficaces.
Los ciudadanos podríamos hacer algo cuando nos llamen a las urnas dando un castigo ejemplar a los dos partidos mayoritarios votando a otras fuerzas políticas, pero en una sociedad políticamente atrasada o inmadura en la que un gran porcentaje de votantes vota por ideología, sin valorar las actuaciones de los partidos, esa situación es inimaginable.
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